El mexicano Alejandro González Iñárritu parecía haber llegado a un callejón sin salida con Biutiful. Sin la colaboración del guionista de sus primeros éxitos, el escritor Guillermo Arriaga, el director de Amores perros, ofrecía una cinta en exceso tremendista que se regodeaba de una manera bastante malsana en los aspectos más oscuros del particular via crucis de un hombre terminal que podía ver fantasmas en una Barcelona casi infernal. Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) supone un punto de inflexión en la obra de Iñárritu.
Por un lado, vuelve a ofrecernos a un individuo sumido en una profunda crisis personal, aunque incluye un elemento nuevo dentro del realizador: el humor. El realizador nos regala una tragicomedia que indaga en el siempre interesante mundo de los actores a través de la historia de un veterano intérprete, famoso por dar vida al superhéroe Birdman, que intenta ganar prestigio y reavivar su carrera estrenando una adaptación de un texto de Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos del amor, en un prestigioso teatro de Broadway.
Iñárritu, responsable del guion junto a Nicolas Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo, ofrece una irónica disección del mundo del espectáculo actual. Evidentemente, no elude los evidentes elementos metacinematográficos. No hay que olvidar que Michael Keaton, que encarna al agobiado protagonista del filme, fue el Batman de las dos películas dirigidas por Tim Burton. Al igual que su personaje en Birdman, su carrera inició una profunda cuesta abajo que solamente la participación en este filme parece haber detenido.

Por otra parte, Edward Norton, famoso por sus malas relaciones con algunos compañeros en los rodajes, interpreta un rol de actor soberbio y altivo que parece una versión distorsionada de su imagen pública.
Iñarritu nos permite entrar en un particular juego entre la realidad y la ficción que enlaza perfectamente con la particular paranoia de su actor protagonista, que escucha la voz de Birdman y parece haber perdido la cordura
Con humor negro, aunque con una mirada en cierta medida compasiva con sus personajes, el filme pasa revista al egocentrismo de los actores, el dilema entre el prestigio y la fama, la labor de la crítica, las extenuantes rondas de entrevistas antes de una premiere o la rápida celebridad que proporcionan las redes sociales. Todo ello mientras nos muestra los nervios que rodean a un estreno teatral. Es cierto que algunas de las cuestiones que aborda el largometraje ya estaban presentes en Opening Night, una de las obras maestras de John Cassavetes, o la divertida ¡Qué ruina de función!, uno de los trabajos más olvidados y reivindicables de Peter Bogdanovich, pero el realizador mexicano logra que resulten nuevas a través de un filme lleno de fuerza que fascina desde el punto meramente cinematográfico.
Especialmente memorable es el trabajo de Emmanuel Lubezki, director de fotografía de El árbol de la vida y Gravity, que sigue con una cámara en constante movimiento las peripecias de los personajes sin marear en ningún momento. A ello hay que sumar un espléndido trabajo de montaje y posproducción, que logra que la película parezca un único plano secuencia. Una estratagema que emparenta al filme con La soga, del maestro Alfred Hitchcock, o El arca rusa, de Alexander Sokurov, aunque la película de Iñárritu destaque el especial uso de la elipsis al concentrar la acción de varios días en un metraje de dos horas.
Igualmente estupenda es la utilización de la banda sonora. La batería jazzística que acompaña las andanzas del personaje de Michael Keaton dentro del teatro donde prepara la función parece aumentar mas si cabe su estrés. Por otra parte, la preciosa música del gran Sergei Rachmaninoff (Symphony No.2 in E Minor, Op 27 – II Allegro Molto) otorga un toque lírico a las preciosas escenas de vuelo.
En resumen, Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) se erige como la mejor película de Iñárritu por encima de dos de sus grandes éxitos, Amores perros y Babel.







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