Las buenas intenciones no bastan para realizar una película sólida. Es necesario un cierto manejo del lenguaje cinematográfico para que las pretensiones se conviertan en logros. Por desgracia, De mayor quiero ser soldado tiene muchas ambiciones, aunque no consiga ninguno de sus propósitos.
Christian Molina, director del filme y de las nefastas ‘Diario de una ninfómana’ y ‘Rojo Sangre’, pretende realizar un análisis de la violencia que bombardea a los niños y jóvenes de hoy en día.
Lo hace a través de la historia de Álex, un chaval de ocho años que cambia su comportamiento cuando nacen sus dos hermanos pequeños. De la noche a la mañana, el niño se convierte en un ser verdaderamente agresivo que pega a sus compañeros y disfruta con las películas, los programas de televisión y los videojuegos más violentos. Incluso llega a raparse a el pelo al cero como sin fuera un neonazi. Su conducta empezará a provocar el desconcierto entre sus padres y profesores. El chico solo encontrará una relativa comprensión en su particular amigo imaginario, que cambia de carácter a la vez que el pequeño.
Con una absoluta falta de sutilidad y una total desconfianza en la inteligencia del público, Christian Molina subraya los mensajes de su filme una y otra vez. El realizador no confía en lo que cuenta en imágenes y lo refuerza continuamente con diálogos sentenciosos totalmente artificiales. La violencia de la sociedad y los medios, la tiranía con la que muchos pequeños tratan a sus progenitores o la excesiva protección de los padres son algunos de los muchas temas que el filme trata con una solemnidad algo vacua. Solo nos cuenta obviedades sin que nada resulte mínimamente creíble.
No ayuda nada la terrible labor de los actores. Jo Kelly y Andrew Tarbet, como los padres del pequeño monstruo, resultan patéticos en su falta de expresividad, mientras que Danny Glover y Robert Englund parecen perdidos con unos personajes casi inexistentes y unos diálogos que parecen malos discursos de ONG. Por último, Fergus Riordan, el peculiar niño nazi, resulta verdaderamente repelente e impide que su personaje genere un mínimo de empatía en el espectador. Sólo Ben Temple, que parece tomarse en broma su papel de amigo invisible, acaba ganándose el cariño del respetable.
A la falta de rigor de todo el conjunto, hay que sumar un guion, firmado por el propio director junto a Cuca Canals, que pasa por alto un elemento fundamental en la sociedad que vivimos: Internet. Al parecer, además de mal director, Molina es un observador nefasto.






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